Concurso de cuentos de aventuras de Zenda e Iberdrola
Entre
los dos azules
Llevo dos jornadas flotando sobre el océano a bordo de esta
barca podrida con la única compañía de una bota llena de alcohol salado. Mi experiencia como
náufrago hasta ahora ha ido cuesta abajo y va camino de resultar mortal.
Sé que estoy vivo porque
mi piel, requemada por el sol, se siente en carne viva, pero estoy ya más allá
que acá. Sin más velamen que mis ropas desgarradas, con sus jirones azotándome
como látigos por culpa de este viento que no cesa, el único tesoro que he
podido llevarme conmigo lo conservo porque lo llevo metido en la boca, dos
incisivos centrales de oro que me daban credenciales en tierra firme pero que
en el lío en el que ando metido no sirven ni para desgarrar la carne de un
bacalao, y es que no encuentro entre las aguas nada que pueda llevarme a la
boca.
Un pulsante dolor en la cabeza me obliga a quedarme tumbado en
la barca, con mis ojos azules fijos en el también azul del cielo. Debajo de mí,
el impasible océano luce como un frío zafiro. Qué más da mirar arriba o abajo
desde la delgada línea que es este horizonte infinito, si ni de arriba me
llueve agua ni de abajo me sube comida.
Solo aparece una pequeña protuberancia en esta línea horizontal
interminable, un punto dorado que, para mi desdicha, es siempre el punto final
de mi viaje, pues es un trozo de tierra al que mi barca no para de regresar una
y otra vez, como broma de una corriente caprichosa.
No es una isla grande, tiene unos cien metros de diámetro. Su
contenido no promete; arena que quema, viento que no se detiene y ninguna
sombra en la que cobijarse. Un lugar del que uno solo querría salir, y yo no
paro de entrar.
Al segundo día de visita forzada decido explorar todas sus
orillas y la isla me empieza a hablar, me dice que esconde un valioso tesoro.
“Escondido está lo que has querido toda tu vida”
No sé la respuesta a ese acertijo, yo siempre lo he querido
todo, con un hambre de vida que siempre quedó insatisfecho. He devorado mis
riquezas y las ajenas, y mi sed de oro es tan enloquecedora que con placer
empujaría por mi gaznate el tesoro de Moctezuma con ayuda de largos tragos de
ron. Quizás el misterio enterrado es un manjar que saciaría para siempre mi
hambre. O quizás es una herramienta que me podría ayudar a salir de aquí,
una brújula, un astrolabio, un cuadrante.
Esa posibilidad me anima y decido escarbar en el lugar en el que
queda varada la barca cada vez que llego a la isla, puede que sea una señal y
el tesoro esté allí. Pero cavo y cavo y no llego a nada, solo arena y más
arena. Mis uñas han crecido y escarbar resulta fácil, pero pronto empiezo a
dañarme los dedos. Me voy a la orilla y me refresco el dolor. Al contemplar las
aguas transparentes pienso en la posibilidad de encontrarme un banco de peces y
mi estómago ruge. Pero no hay peces, ni moluscos pues no hay rocas, y las
escuálidas palmeras no dan cocos, es un lugar estéril, la isla más inútil para
un náufrago.
Lo único que me da la isla son las hojas que caen de las palmeras.
Con ellas me hago una precaria cama que me salvará de las incomodidades del
duro suelo de arena y me aislará de su frío en la noche, aunque en el fondo sé
que estoy confeccionando mi lecho de muerte. Solemnemente hago un mullido lugar
de reposo, con tanto cuidado como el de mi madre arropándome en las noches de
mi infancia. Llega mi primer atardecer en la isla y deseo morir en mi
sueño. La isla en cambio no duerme, y en medio de la oscuridad sigue
insistiendo que mi más amado tesoro está bajo tierra.
El cielo del nuevo día amanece, como es habitual, caluroso
y sin nubes. La isla me da los buenos días con educación cruel, repitiendo que
mi amado tesoro sigue allí.
El estómago me tortura de dolor. Noto como mi piel cada vez se
pega más a mi esqueleto, mi cuerpo empieza a alimentarse de sí mismo.
Como no quiero esperar a la muerte sin hacer nada, pienso que
buscar el maldito tesoro me puede entretener.
Cavo cada vez con menos fuerzas y menos ganas y tampoco
encuentro nada en el segundo agujero, ni en el tercero, en el cuarto encuentro
una concha.
Llega otra noche y espero morir en mi tálamo de hojas. Pero
vuelvo a despertarme, deslumbrado por este sol eterno.
Esta vez decido escarbar cerca de las palmeras. Dos de ellas han
creado una caprichosa sombra en forma de perfecta cruz en la arena. Como si se
tratara de una X marcando el lugar, me dispongo a cavar allí.
Al fin, mis uñas alcanzan algo, una superficie alargada y de
tacto semejante al del hueso. Tiro de ello y siento que se quiebra.
Horrorizado, inspecciono lo que tengo en mi mano y veo que es una costilla
humana. Con aversión, sigo desenterrando y me encuentro, en efecto, con el
esqueleto de un desgraciado.
Cuál ha sido mi susto al coger la cabeza descarnada entre mis
manos. La calavera sonríe sin que parezca que le importe el boquete que tiene
en el entrecejo, y me mira desde dos cuencas que sé que antaño albergaron ojos
azules.
También sé de qué estaban hechos los dos dientes incisivos centrales que le
faltan.
Después de eso la isla no me ha hablado más.
Estoy anclado en el purgatorio de este horizonte eterno,
encontré mi muerte entre los dos azules.
Pero soy pirata y este tesoro no me satisface, y es por eso que
al amanecer del nuevo día volveré a zarpar en mi barca.
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