domingo, mayo 12, 2019

Entre los dos azules

Concurso de cuentos de aventuras de Zenda e Iberdrola

Entre los dos azules

Llevo dos jornadas flotando sobre el océano a bordo de esta barca podrida con la única compañía de una bota llena de alcohol salado. Mi experiencia como náufrago hasta ahora ha ido cuesta abajo y va camino de resultar mortal.
que estoy vivo porque mi piel, requemada por el sol, se siente en carne viva, pero estoy ya más allá que acá. Sin más velamen que mis ropas desgarradas, con sus jirones azotándome como látigos por culpa de este viento que no cesa, el único tesoro que he podido llevarme conmigo lo conservo porque lo llevo metido en la boca, dos incisivos centrales de oro que me daban credenciales en tierra firme pero que en el lío en el que ando metido no sirven ni para desgarrar la carne de un bacalao, y es que no encuentro entre las aguas nada que pueda llevarme a la boca.
Un pulsante dolor en la cabeza me obliga a quedarme tumbado en la barca, con mis ojos azules fijos en el también azul del cielo. Debajo de mí, el impasible océano luce como un frío zafiro. Qué más da mirar arriba o abajo desde la delgada línea que es este horizonte infinito, si ni de arriba me llueve agua ni de abajo me sube comida.
Solo aparece una pequeña protuberancia en esta línea horizontal interminable, un punto dorado que, para mi desdicha, es siempre el punto final de mi viaje, pues es un trozo de tierra al que mi barca no para de regresar una y otra vez, como broma de una corriente caprichosa.
No es una isla grande, tiene unos cien metros de diámetro. Su contenido no promete; arena que quema, viento que no se detiene y ninguna sombra en la que cobijarse. Un lugar del que uno solo querría salir, y yo no paro de entrar.
Al segundo día de visita forzada decido explorar todas sus orillas y la isla me empieza a hablar, me dice que esconde un valioso tesoro.
“Escondido está lo que has querido toda tu vida”
No sé la respuesta a ese acertijo, yo siempre lo he querido todo, con un hambre de vida que siempre quedó insatisfecho. He devorado mis riquezas y las ajenas, y mi sed de oro es tan enloquecedora que con placer empujaría por mi gaznate el tesoro de Moctezuma con ayuda de largos tragos de ron. Quizás el misterio enterrado es un manjar que saciaría para siempre mi hambre. O quizás es una herramienta que me podría ayudar a salir de aquí, una brújula, un astrolabio, un cuadrante.
Esa posibilidad me anima y decido escarbar en el lugar en el que queda varada la barca cada vez que llego a la isla, puede que sea una señal y el tesoro esté allí. Pero cavo y cavo y no llego a nada, solo arena y más arena. Mis uñas han crecido y escarbar resulta fácil, pero pronto empiezo a dañarme los dedos. Me voy a la orilla y me refresco el dolor. Al contemplar las aguas transparentes pienso en la posibilidad de encontrarme un banco de peces y mi estómago ruge. Pero no hay peces, ni moluscos pues no hay rocas, y las escuálidas palmeras no dan cocos, es un lugar estéril, la isla más inútil para un náufrago.
Lo único que me da la isla son las hojas que caen de las palmeras. Con ellas me hago una precaria cama que me salvará de las incomodidades del duro suelo de arena y me aislará de su frío en la noche, aunque en el fondo sé que estoy confeccionando mi lecho de muerte. Solemnemente hago un mullido lugar de reposo, con tanto cuidado como el de mi madre arropándome en las noches de mi infancia. Llega mi primer atardecer en la isla y deseo morir en mi sueño. La isla en cambio no duerme, y en medio de la oscuridad sigue insistiendo que mi más amado tesoro está bajo tierra.
El cielo del nuevo día amanece, como es habitual, caluroso y sin nubes. La isla me da los buenos días con educación cruel, repitiendo que mi amado tesoro sigue allí.
El estómago me tortura de dolor. Noto como mi piel cada vez se pega más a mi esqueleto, mi cuerpo empieza a alimentarse de sí mismo.
Como no quiero esperar a la muerte sin hacer nada, pienso que buscar el maldito tesoro me puede entretener.
Cavo cada vez con menos fuerzas y menos ganas y tampoco encuentro nada en el segundo agujero, ni en el tercero, en el cuarto encuentro una concha.
Llega otra noche y espero morir en mi tálamo de hojas. Pero vuelvo a despertarme, deslumbrado por este sol eterno.
Esta vez decido escarbar cerca de las palmeras. Dos de ellas han creado una caprichosa sombra en forma de perfecta cruz en la arena. Como si se tratara de una X marcando el lugar, me dispongo a cavar allí.
Al fin, mis uñas alcanzan algo, una superficie alargada y de tacto semejante al del hueso. Tiro de ello y siento que se quiebra. Horrorizado, inspecciono lo que tengo en mi mano y veo que es una costilla humana. Con aversión, sigo desenterrando y me encuentro, en efecto, con el esqueleto de un desgraciado. 
Cuál ha sido mi susto al coger la cabeza descarnada entre mis manos. La calavera sonríe sin que parezca que le importe el boquete que tiene en el entrecejo, y me mira desde dos cuencas que sé que antaño albergaron ojos azules. También sé de qué estaban hechos los dos dientes incisivos centrales que le faltan.
Después de eso la isla no me ha hablado más.
Estoy anclado en el purgatorio de este horizonte eterno, encontré mi muerte entre los dos azules.
Pero soy pirata y este tesoro no me satisface, y es por eso que al amanecer del nuevo día volveré a zarpar en mi barca.





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